Fundamentos de la comercialización

Antecedentes históricos

Cuando los hombres llevaban al hogar la carne o los peces obtenidos, las mujeres los asaban sobre el fuego. Muy pronto, los niños regresaban de las orillas con los animales. Tal vez jugasen alrededor del fuego, y es posible que cantasen alguna canción. Tenían tambores de arcilla cocida, cubiertos con pieles, para marcar el ritmo de la música. Y, como habían aprendido a hacer el arco con cuerdas, es posible que tuviesen algún tipo de instrumento parecido a la guitarra, para acompañar su canto.

Al anochecer, la gente continuaba trabajando a la luz del fuego. Los hombres daban los toques finales al pedernal de sus flechas, hachas y otros instrumentos. Las mujeres preparaban las pieles de los animales cazados, o hacían con ellas prendas de abrigo para el invierno. Los hombres se ocupaban también de hacer sogas y redes de lino para la pesca, mientras las mujeres hilaban. Cuando se sentían cansados, cubrían el fuego con cenizas y se iban a dormir, no en camas, desde luego, pues no las tenían; sino tendidos sobre el suelo, envueltos en frazadas de piel. La jornada había sido igual que las anteriores y lo mismo que serían las siguientes…

Estos hombres y mujeres tenían muy pocas cosas que hacer y, sin embargo, trabajaban todo el día. El hombre actual puede trabajar veinte veces más que ellos, y tardar menos de la mitad, porque ahora hay muchas más cosas que hacer, pero también muchas maneras, mejores y más rápidas, de hacerlas.

Esta es una de las grandes diferencias entre aquellos hombres tan lejanos y nosotros. Aquella gente no vivía ya «al día», como los Cro-Magnon. Trabajaban la tierra y producían alimentos suficientes para largos períodos. Almacenaban la comida en grandes jarras y canastos para consumirla en el invierno o en épocas de mal tiempo. Secaban los alimentos para que se conservasen mejor. Se aseguraban de que los animales tuviesen comida suficiente, tanto en verano como en invierno, para, de ese modo, poder aprovechar su leche y, cuando conviniera, su carne.

Al parecer, estos hombres vivieron felices en sus grupos familiares y en paz con sus vecinos. Se ayudaban mutua-mente, y respetaban, con estricto rigor, los tabúes de la tribu. Creían que, de quebrantar alguna ley, una calamidad afectaría a la tribu entera, razón por la cual el causante del quebrantamiento era cruelmente castigado si la tribu lo descubría. Creían que con sacrificios podían propiciar a los poderosos espíritus rectores del mundo. A veces, en época de siembra, sacrificaban a la gran diosa de la fertilidad a un individuo de su propio grupo.

Pensaban que de esa manera obtendrían mejores cosechas: uno sufría por todos. Era un rito supersticioso y cruel, pero nadie sabía siquiera que fuese cruel, y no era mucho más supersticioso que la creencia, tan difundida aún hoy, según la cual ciertas cosechas deben ser plantadas en las noches de luna nueva.

Los inicios del comercio

Las aguas sobre las que los habitantes de los lagos vivían constituían un medio de comunicación excelente, gracias a las canoas que podían recorrer fácilmente distancias considerables. Algunos pueblos, como es lógico, fabricaban mejores armas y géneros que otros, mientras que podían ser estos otros quienes hacían la mejor alfarería. Sabemos qué sucedió entonces: se comenzó a hacer trueque, es decir, a comerciar. A veces, los hombres que partían con el propósito de comerciar llegaban a otro lago y, a medida que transcurrió el tiempo, se alejaban cada vez más, fuera sobre el agua o por tierra, de su lugar de origen.

Finalmente, llegaron lo bastante lejos como para conocer la existencia del ámbar del norte y del cobre y el oro del sur. Canjeaban sus bienes por éstos, y adquirían valiosos conocimientos. De este modo llegaron a crear una ruta comercial que unió el Báltico con el Mediterráneo. Así se difundieron mercaderías e ideas por el continente europeo.

Con este oficio nuevo y con estas nuevas ideas, llegó el fin del período Neolítico, y comenzó en Europa la Edad del Bronce. Este paso de la piedra al bronce no aconteció, sin embargo, en un día ni en un año. Fue un cambio gradual, que se produjo a lo largo de unos mil años, aproximadamente. Es fácil comprender esto si se piensa que aún hoy, cuando las ideas se propagan en pocas horas por toda la superficie de la tierra, existen naciones donde un teléfono es un objeto casi desconocido o donde pocos muchachos de dieciséis años viajaron alguna vez en automóvil.

La Edad de Bronce no trajo raza alguna nueva a Europa, sino ideas nuevas a las gentes que ya estaban allí: primero, la idea de fundir y moldear el cobre para fabricar herramientas y armas, en vez de hacerlas cortando piedra; después, la idea, muy superior, de mezclar cobre y estaño para obtener bronce, metal mucho más resistente. Esto sucedió en Europa, cuatro o cinco mil años antes de Cristo. Durante tres o cuatro mil años no hubo metal mejor que el bronce para fabricar armas e instrumentos. Después, apareció el hierro, y lentamente lo desplazó. Entonces, ya había empezado la verdadera historia del hombre, es decir, la escrita. Por eso la llamada Cultura del Hierro, tan importante para la raza humana, figura en otro tema de esta antología.

Se ha llegado ya, pues, a la época en que puede comenzar la verdadera historia, basada en hechos concretos y no en simples conjeturas. El escenario está listo, los personajes colocados en sus sitios (aunque sobrevendrán grandes migraciones), los inventos y las herramientas al alcance de la mano. Mucho tiempo tardó el hombre en llegar a este momento.

Antes de aprender a escribir una sola palabra sobre sus actos, había estado en este mundo mucho más tiempo del que ha estado desde entonces. Pero, finalmente, en el Valle del Nilo y en los márgenes del Tigris y del Eufrates, los hombres aprendieron a escribir y pudieron de ese modo, hacer llegar a la posteridad su historia, grabada en la roca.

Es, pues, precisamente ahí donde debe comenzar el apasionante relato de los tiempos históricos.

Los primeros grandes comerciantes del mundo

Las embarcaciones fenicias llevaban por las costas del Mediterráneo mercaderías de todas las naciones e ideas civilizadoras. Ya se ha mencionado a los arameos, indicando que fueron grandes comerciantes; su tráfico se hacía por tierra, entre ciudad y ciudad. Pero antes de que los arameos aparecieran en la historia, existió un pueblo también de grandes mercaderes, sólo que éstos se diferenciaban de aquéllos en que, considerando el mar más como un medio de comunicación que como elemento separador, hacían su comercio a bordo de sus ventrudas naves. Este pueblo era el de los fenicios, los mayores navegantes de la antiguedad.

Los fenicios, como otras tribus semitas, tuvieron su origen en la vida nómada que se hacía en el desierto de Arabia; luego, decidieron asentarse en ciudades y hacerse civilizados. Pero los fenicios se establecieron sobre la costa oriental del Mediterráneo, en una estrecha faja de terreno que se extiende entre dicho mar y los montes Líbano y Antilíbano, que cerraban el país a toda expansión territorial, empujándolo, en cambio, por la pendiente de sus montañas, hacia el mar. La tierra era árida, y los montes cercanos proveían de abundante madera para construir barcos; sobre la costa había excelentes puertos naturales, donde los fenicios pudieron fundar sus ciudades. Las principales fueron Sidón, Tiro, Arad, Berito y Biblos.

El mar fue la vida para los fenicios. Sus naves eran casi redondas, con poca quilla, para no embarrancar en las costas. No eran veloces, porque su misión era de paz. Sus anclas eran de plata maciza. Al principio sólo llevaban mercaderías a Egipto y otros lugares próximos de la costa mediterránea. Pero pronto se volvieron audaces, y sus barcos llegaron a Creta, a Grecia, a Italia y a la costa septentrional de Africa. Pasaron el estrecho de Gibraltar y fundaron a Gadir, hoy Cádiz, en la costa atlántica del sur de España.

Pero hicieron aún más, llegaron a las Casitérides, o islas del estaño, que se supone son la moderna Inglaterra, mucho antes de que egipcios y babilonios se enteraran de la existencia de las Islas Británicas. Es agradable leer la historia de los fenicios, porque no es un mero relato de batallas, conquistas y reyes.

Es cierto que las antiguas ciudades fenicias tenían cada una su rey o jefe supremo; pero como éstos preferían el comercio a la guerra y las conquistas, no son famosos por sus hazañas bélicas, como Nabucodonosor de Babilonia o Thutmosis de Egipto. Un antiguo rey de Biblos, Ahitam, por ejemplo, es recordado porque fue el Hiram de la Biblia, amigo de David y Salomón, que ayudó en la construcción del gran templo de Jerusalén, y porque en su tumba había inscripciones muy valiosas que muestran el tipo de letras que usaron los primeros fenicios.

Los fenicios, desde luego, tuvieron que luchar repetidamente: contra Ramsés, contra Sargón o contra Sennaquerib; pero lo hicieron sólo para defender sus hogares; nunca para conquistar otras naciones. Prefirieron hacerse ricos mediante la compra y la venta, y no arrebatando los bienes de sus semejantes; fueron sabios, prudentes y humanos.

Dónde obtuvieron los griegos su vestido

Ninguno de los pueblos antiguos que se están estudiando hizo más por la humanidad que los fenicios. En los comienzos de su historia, dieron a los griegos el tipo de vestido que, desde entonces, usaron siempre. Los griegos llamaron a ese vestido kitón, basándose en una palabra fenicia: era como una túnica de amplios pliegues, ceñida con un cinturón, y resultaba muy cómodo en un país de clima cálido. Y también era hermoso, si se lo compara con la ropa pesada yampulosa que muchos hombres usaron siglos después, o con las pieles de oveja que los mismos griegos habían vestido hasta entonces.

Además, los fenicios siempre llevaban cosas útiles u obras de arte de un país a otro. Para tener más cosas que vender, en las ciudades fenicias se establecieron manufacturas, cuyos productos (peines, adornos, vasos, jarras cuencos) pueden hallarse hoy en excavaciones realizadas a lo largo de todas las costas del Mediterráneo. Los marinos fenicios fueron los primeros en realizar un comercio internacional.

Una nación de marinos

¿Cuándo ocurrieron todas estas cosas? Tal vez más de 2,000 años antes de nuestra era, los fenicios abandonaron el desierto y se establecieron en la costa. Son, por lo tanto, posteriores a los antiguos akadios, ya que aparecen, aproximadamente, al mismo tiempo que los amoritas, los primeros que hicieron de Babilonia una gran ciudad.

Sin embargo, no debió de ser anterior al año 1000 antes de C. cuando los barcos fenicios empezaron a ocuparse activamente del comercio. Anteriormente, habían sido los marinos egipcios y cretenses los que se encargaban del escaso comercio existente. Hacia el año 1000 antes de C., los fenicios dieron a los griegos sus kitones, y desde entonces transcurrieron muchos siglos, durante los cuales los fenicios llevaron por todo el mundo sus mercaderías y sus ideas. Porque cuando un barco lleva productos para comerciar, también lleva ideas. Los pueblos se esfuerzan en imitar y mejorar los artículos que les llegan de países lejanos, lo mismo si se trata de cosas útiles que simplemente de adorno; se crean nuevas industrias, se expanden conocimientos, se fomentan los viajes, y los hombres se conocen mejor. Por ejemplo, los griegos no sabían hacer estatuas huecas de bronce. En Sidón había excelentes fundiciones; los fenicios no inventaron, desde luego, este arte; lo aprendieron de los egipcios. Pero fueron ellos los que se lo enseñaron a los griegos, cuyos escultores y artífices realizaron, después, obras inmortales en ese metal.

Así se transporta una idea, de Egipto a Fenicia, de Fenicia a Grecia y, finalmente, se expande a través de todo el mundo. Muchas ideas fueron así llevadas a otros países por los fenicios. Algunas eran propias; otras, las tomaron de otros países, especialmente Egipto, que hacia el año 1000 antes de C. ya era una nación vieja, con muchos conocimientos útiles que había acumulado durante 3,000 años. De los egipcios aprendieron los fenicios a hilar y teñir telas, a hacer cristal, porcelana y papel, a golpear, moldear y grabar el metal. Y, probablemente, obtuvieron también de Egipto la idea de componer su alfabeto, que fue, sin duda, la más importante de todas ellas.

La gran epopeya

Intrépidos viajeros y navegantes que se arriesgaron por lo desconocido. El instinto de viajar es tan natural y antiguo en el ser humano, que casi podría decirse que nació con él. Unas veces viajaba por necesidad, empujado por la inclemencia del clima o por otros hombres; otras, lo hacía en busca de mejores pastos para sus rebaños o de tierras vírgenes para su cultivo, y otras, en fin, por el simple deseo de conocer el mundo en que vive.

Quizá el hombre ha tenido siempre, oculto en lo más recóndito de su subconsciente, el anhelo de conocer las regiones lejanas de donde llegaron sus antepasados, en el misterioso Oriente. Sin embargo, hasta bien avanzada la Edad Media, Asia ha sido un continente poco conocido de los europeos, a pesar de que éstos tenían ya noticia de su existencia, desde varios siglos antes de la era cristiana.

Prescindiendo de testimonios más antiguos, baste recordar que Alejandro Magno llegó hasta el Indo; su acompañante, el filósofo Onesícrito, menciona la isla de Taprobana (Ceilán), y ;Neasco, el almirante de su flota, arribó con sus naves hasta los límites de China y el Tonkín. En tiempos de los Tolomeos, Egipto comerciaba con la India, haciendo que sus barcos navegaran desde el mar Rojo, a través del océano índico, aprovechando los monzones. Y, por el interior, en el siglo II, el macedonio Maes Titianos hacía llegar sus mercancías, por Samarcanda, hasta la ciudad china de Singan-Fu.

Pero a partir de la caída del imperio romano de occidente, en el siglo v, Europa tuvo que olvidarse de los asuntos de Asia, agobiada por los graves problemas que para ella surgieron en su propio territorio. No obstante, en el siglo se renovó el interés de los países occidentales por entablar relaciones con los poderosos imperios asiáticos. El rabino español Benjamín de Tudela partió de Zaragoza en 1159 y regresó en 1173, después de visitar el Oriente, llegando hasta la China, y de haber escrito un libro sobre los territorios visitados.

Otros monjes, convertidos en embajadores de los monarcas y de los pontífices, penetraron en el gran continente amarillo, llegando hasta Pekín, donde, a fines del siglo xm, Juan de Montecorvino fundó una misión. Sin embargo, el contacto fue breve, pues la agitada vida medieval europea no permitió mantener relaciones entre uno y otro continente.

No quiere esto decir, desde luego, que Europa permaneciera en una ignorancia total sobre las cosas de Oriente. Los árabes, cuyos dominios se extendían desde España hasta el corazón de Asia, poseían informaciones sobre los países situados más allá del Eufrates; las Cruzadas, al poner en contacto al mundo oriental con el occidental, habían significado un valioso intercambio de ideas y noticias; las invasiones mongólicas de Gengis Khan y, Tamerlán habían revelado asimismo algunas cosas sobre Asia; pero, sobre todo, los arriesgados mercaderes que cruzaban con sus caravanas los in-mensos territorios entre la China y el Mediterráneo, para llevar a Europa los ricos productos del Oriente, fueron una fuente continua de información.

Las noticias eran, sin embargo, confusas e inciertas. El comercio con Oriente se realizaba, a partir del momento en que el Asia Menor había caído casi totalmente en poder de los musulmanes, a través del Asia Central, por el mar Negro, hasta Constantinopla. Por allí llegaban las ricas sedas y porcelanas de Persia, de la India y de China y, sobre todo, las especias, que los pueblos de Europa tanto necesitaban.

Pero, en 1453, los turcos tomaron Constantinopla, acabando con el imperio romano de Oriente y con el centro del comercio de Europa con Asia, cuyo monopolio ostentaban, prácticamente, las repúblicas italianas de Génova y Venecia. Se planteó entonces la necesidad de encontrar un nuevo camino para llegar al Oriente en busca de las preciadas especias, y se inauguró la era de las grandes exploraciones marítimas. El descubrimiento de la brújula (mejor dicho, de su aplicación a la náutica) había de dar gran impulso a los viajes por mar, permitiendo la navegación de altura, en vez del cabotaje, mientras que la invención de las armas de fuego daría a los países europeos una enorme ventaja en las empresas de conquista de las tierras que se descubrieran.

Este detalle tiene la mayor importancia, ya que las naves de aquel tiempo no permitían trasladar grandes ejércitos, por lo que la dominación de los nuevos territorios tenía que ser realizada por tropas poco numerosas. De no haber tenido la superioridad de las armas de fuego, la conquista no se habría realizado, ni la consiguiente colonización, ni por tanto, la obra de incorporar los nuevos pueblos a la corriente del progreso mundial.

Y así, casi de repente, a fines del siglo xv el europeo empezó a conocer las vastas partes del planeta que durante siglos había ignorado y descubrió nuevos mundos, habitados por hombres de costumbres diferentes y de distinta manera de concebir la vida.

El imperio del Gran Khan

Cuando formaba parte de una expedición comercial que costeaba el mar Negro, el padre de Marco, Nicolás Polo, noble y rico mercader veneciano, había penetrado en el interior, hacia el este, hasta llegar a Catay o China. Allí lo recibió cordialmente Kublai Khan, el emperador mongol, en cuya corte se quedó dos años. Luego, volvió a Venecia, portando cartas del gran Kublai Khan para el papa, en las que le rogaba que le enviara cuanto antes cien misioneros que tomaran a su cargo extender el cristianismo en su país. Como pasaporte, el Khan entregó a Nicolás Polo una lámina de oro en la que ordenaba a sus súbditos lo obedecieran y ayudaran, y gracias a ella pudo llegar sin contratiempos a su destino. Cuando arribó a Venecia se encontró con que su esposa había muerto y con que su hijo Marco, nacido en 1254, era ya un joven bastante crecido. Después de una permanencia de dos daños volvió a partir en 1271 con destino a Catay. Lo acompañaban su hermano y su hijo Marco, entonces un adolescente de diecisiete años.

Los viajeros pasaron por Jerusalén, para recoger un poco de aceite de la lámpara del Santo Sepulcro, que Kublai Khan les había pedido, suponiendo que el mismo tendría virtudes maravillosas. Llevaban también un mensaje del papa, manifestando que no podía mandar cien misioneros, sino sólo dos, que se unieron a la expedición. Después de permanecer algún tiempo allí, los Polo siguieron su viaje, pero esta vez hacia el norte, rumbo al mar Negro, donde volvieron a embarcarse y regresa-ron a Venecia, a cuya ciudad llegaron después de una ausencia de casi veinte años.

Llevaron a Venecia tantas riquezas bajo la forma de joyas y piedras preciosas y tantos relatos maravillosos, que sus compatriotas no habían visto ni oído nada semejante. Muchas de esas historias fueron puestas en duda, pero no la riqueza de los Polo, ya que el apodo popular de Marco llegó a ser Marco Millones». Sus bienes le significaron una alta posición en Venecia. Con motivo de una guerra que estalló entre Génova y Venecia, en 1296, Marco armó por su cuenta una galera, cuyo mando le fue confiado, pero la flota veneciana fue derrotada, y Marco cayó prisionero.

Mientras se hallaba en poder de sus enemigos, Marco entretuvo sus ocios contando su historia a su compañero de celda Rusta Pisano, quien escribió un libro con las asombrosas aventuras del veneciano. Apenas los genoveses conocieron ese libro, en 1298, se apresuraron a poner en libertad a su ilustre prisionero, colmándole de honores y atenciones. Cuando regresó a Venecia, halló a su padre casado de nuevo, y él decidió casarse también, viviendo feliz en su ciudad natal, hasta su muerte, que ocurrió en 1324.

Ese libro, titulado Viajes de Marco Polo, ha sido desde entonces uno de los más célebres del mundo. Marco habla estado en muchos lugares que ningún otro europeo había visto nunca antes ni llegaría a ver durante largos años; en realidad, en sitios a los que todavía van exploradores, porque aún no son bien conocidos. La mayoría de las personas que leyeron entonces su libro no quisieron creer cuanto allí se decía y no lo aceptaron hasta mucho después, cuando el mundo pudo comprobar que su relato era tan auténtico como sus riquezas. El libro de Marco Polo tuvo algo, quizá mucho, que ver con el envío de exploradores por todos los mares del mundo, en la época de las grandes empresas de navegación, entre ellos Cristóbal Colón, cuyas aventuras debían abrir nuevas rutas marítimas y agrandar el mundo conocido, un par de siglos después de la muerte del Marco.

Los hilos invisibles del comercio

Aunque los hombres vivan alejados, pueden compartir sus productos y vivir de un modo semejante. Desde los tiempos remotos en que los hombres vivían en las cavernas como animales y a duras penas lograban subsistir, en lucha constante contra el hambre y el frío, toda la historia testimonia que aprendieron cada vez más a depender unos de otros. Cada país mandaba sus productos a otro, y éste le enviaba los suyos. Los fenicios traficaron en todo el Mediterráneo y, siglos más tarde, Venecia importaba las sedas de China. Cuando apareció lo que se llama usualmente la Revolución Industrial, el mundo cambió por completo.

Surgieron inventos para proporcionar energía e inventos para usarla. El telar mecánico y la despepitadora lograron realizar con rapidez tareas que antes penosamente se hacían a mano. Entonces apareció la división del trabajo. Pronto se comprendió que nadie podía hacer solo una cosa tan simple como un zapato. Para hacerlo, se requería el concurso de muchas personas, y hasta la máquina que hacía una sola pieza era atendida por varios operarios.

¿De cuántas personas depende cada uno?

Las personas dependen las unas de las otras en muchos aspectos. En primer lugar, en las cosas que comen y en las prendas que visten, que son manejadas por mucha gente. Un niño que vive en Canadá y come naranjas que han crecido en México o en California, depende tanto del maquinista del tren o del barco que transportó las naranjas como de los granjeros que las cultivaron, de los peones que las arrancaron de los árboles y de las operarias que las empacaron. Como se ha dicho en el capítulo anterior, el número de personas necesarias para que un producto cualquiera llegue a su consumidor es muy elevado.

A su vez, para que se puedan enviar naranjas sin cesar, es necesario que el negocio sea lucrativo. Y así como el niño de Canadá depende de muchas personas para recibir su naranja, toda esa gente depende del niño de Canadá y de miles de personas más que las comen.

Antes de que naciera el sistema de trabajo conjunto, habría sido absurdo decir que los productores dependían de los consumidores. Cada familia producía casi todo lo que consumía, y el que deseaba comer y tener ropa debía ayudar a hacer cosas para comer y vestirse, como es todavía el caso de muchos pueblos en países aún no industrializados. Sin embargo, apenas empezó a desarrollarse el sistema actual de trabajar en colaboración y la gente usó el dinero como un medio que permitía a un hombre cocer pan mientras otro confeccionaba zapatos, a un tercero arar y a otros hacer cosas, se puso de manifiesto que el sistema tenía que funcionar en ambos sentidos. Un panadero no podía conseguir dinero para comprar las cosas que necesitaba, a menos que la gente comprara su pan. Esto parece demasiado simple para que valga la pena explicarlo, pero hay muchas personas que no comprenden cuando se dice que un negocio debe beneficiar a ambas partes.

Lo mismo ocurre cuando el negocio se hace por intermedio del dinero. La persona que compra pan necesita el pan y la que se lo vende necesita con el mismo apremio las demás cosas que adquirirá con el dinero que recibe. El negocio que hace es tan importante para él como para el comprador. En otras palabras, todos los hombres son, a la vez, productores y consumidores. Y lo mismo que se ha dicho de la interdependencia de las personas, puede decirse de la de las naciones. Día tras día, con tempestad o con sol, los barcos, trenes y camiones mueven el comercio del mundo.

A los que viven en tierra firme, en el interior del país, les cuesta, quizá, comprender que la prosperidad de su nación y su propio bienestar dependen de la capacidad de comerciar a través de los mares y de las fronteras. Si su país no pudiera permutar sus mercaderías por las de los demás, las fábricas tendrían que cerrar, millones de hombres se quedarían sin trabajo, y ellos se privarían de innumerables cosas de las cuales dependen en mayor o menor grado. Toda la prosperidad de la nación decaería. Pero mientras los productos de todos los países puedan viajar por los grandes caminos del mundo, los hombres dispondrán de lo mejor que les ofrezca la humanidad y disfrutarán de las ventajas de la civilización.

Las enconadas rivalidades del comercio

Desde luego, el comercio ha provocado siempre empeñosas rivalidades. Grecia y Persia, Roma y Cartago, España e Inglaterra libraron una constante batalla por el predominio comercial; y esta lucha prosigue hoy. Pero, a menos que el hombre aprenda a vivir y dejar vivir, esa pugna por la supremacía puede destruir a la propia humanidad o hacerla retroceder a los tiempos de la Edad Media.

En realidad, el comercio internacional es una permuta de los artículos propios de cada país por los de otros. Como el clima, las riquezas naturales y las tradiciones y habilidades de la gente son distintos en cada país, los artículos que se producen en el mundo son muy variados. Los comerciantes de cada nación muestran en otras los productos de la misma, para darlos a conocer y despertar la curiosidad y el deseo de adquirirlos. Con lo que un país vende de producción puede adquirir parte de la producción de otros. En consecuencia, en cada país está a la venta un poco de todo lo que se produce en el mundo. Todos los pueblos necesitan alimentos, combustibles, viviendas, vestidos, materias primas, herramientas y algunos artículos superfluos, ya que estos hacen más agradable la vida. El salvaje necesita sólo unos pocos de estos productos; el civilizado, muchos.

Este los va a buscar a todas partes del mundo, y los paga, en los países menos desarrollados, con artículos de su industria, que el hombre primitivo no podría ni soñar obtener. Con las pieles que ha conseguido gracias a su arpón, el esquimal se compra un fusil. Con el obtendrá muchas más pieles y podrá pensar en comprar mejores alimentos importados, un pequeño generador eléctrico que le dará luz durante las largas noches del invierno polar, y un aparato de radio, que alegrará a sus hijos y lo pondrá en contacto con el mundo civilizado.

Hay países a los que la naturaleza ha favorecido con abundantes o valiosas materias primas. Les basta con extraerlas y exportarlas, para poder comprar todo lo que ofrecen los países industriales. Pero también los hay menos favorecidos, con pocos recursos naturales o que son tan abundantes en el mundo que nadie quiere pagar buen precio por ellos. O lo que viene a ser lo mismo, que los que los necesitan no tienen con qué comprarlos, como es el caso de muchos productos de la agricultura. La consecuencia es que los pueblos deben trabajar más y exportar trabajo. Lo hacen importando materias primas y combustibles y exportando artículos industriales. Compensan la falta de materias primas con su trabajo y su habilidad e ingenio y pueden llegar a ser grandes países muy desarrollados, como lo son, por ejemplo, Suiza, Italia y Japón.

La evolución del comercio

Para comprender mejor cualquier definición de merchandising no será ocioso que empecemos por trazar unas cuantas notas de la evolución del comercio mundial, que nos llevarán a comprender en la práctica la necesidad de emplear unas técnicas a las que llamaremos merchandising.

En una primera etapa de la actividad comercial los mercaderes, que se desplazaban con sus mercancías de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad y de país en país, presentaban los productos amontonados en la tierra a sus posibles clientes, o sobre alfombras o mesas improvisadas a modo de caballetes. El elemento principal del acto de venta era la verborrea del vendedor (ni siquiera era argumentación), que pretendía lograr que los transeúntes compraran. Un segundo paso en la evolución de la actividad comercial es la aparición de la tienda, en su sentido más clásico, que solía consistir en un habitáculo más bien pequeño y oscuro lleno de mercancías de todo tipo y para todos los usos, muchas de ellas provenientes de distintos orígenes.

En este establecimiento, que de alguna manera continúa en nuestros días con más bien pocas variaciones bajo la denominación tienda tradicional. El papel central corresponde al tendero o comerciante. El era él en-cargado de enseñar los diferentes productos a los clientes, de explicarles su utilidad, sus prestaciones, etc. resultaba impensable que ni una sola venta pudiera realizarse sin el concurso del comerciante, entre otras cosas porque el cliente no tenía acceso directo a las mercancías disponibles, las cuales estaban almacenadas en la trastienda o en estanterías detrás del mostrador. Este último elemento, el mostrador, es el símbolo por excelencia de este tipo de comercio; entre el público y las mercaderías se interponía el mostrador, detrás del cual estaba el comerciante, con la función de vender (en la más estricta acepción del término) todos y cada uno de los productos que hubiera en la tienda.

En la segunda mitad del siglo pasado empiezan a aparecer los Grandes Almacenes, que aportan de enormemente novedoso v revolucionario la desaparición del mostrador (por lo menos con su papel de barrera infranqueable entre el producto y el cliente).

Aún estamos lejos de la situación actual, porque la desaparición del mostrador no le ha privado al comerciante de su papel decisivo en la explicación y venta de las mercancías.

El bajo grado de conocimientos del público y el modo primitivo de exponer la mercancía no permite aún que los clientes puedan decidir por sí mismos qué productos deben comprar. En este sentido el paso hacia delante es todavía pequeño, pero el público va no está exclusivamente de cara al mostrador esperando que el comerciante le atienda. Se ha iniciado la época de la libre circulación, los posibles clientes por el interior de los establecimientos, el libre contacto con los productos con los que se van familiarizando cada vez más. Otro cambio importante es la posibilidad de entrar en el gran almacén sólo para mirar, sin necesidad imperiosa de comprar, elemento éste que será clave en la transformación posterior.

Un cuarto hito en la evolución de la actividad comercial podemos verlo aparecer en Francia en el período de entreguerras. Nos referimos a la aparición del Almacén Popular, que en el fondo es un paso adelante desde el propio gran almacén. Con respecto al gran almacén, el almacén popular tiene menos referencias, suelen ser éstas de productos de gran consumo y de gran rotación. En cuanto a los procedimientos comerciales va disminuyendo de manera notoria el papel del vendedor en la misma medida que aumenta la autonomía de los consumidores, por su creciente preparación debido a la cada vez más asequible información de todo tipo.

A partir de la situación que se acaba de comentar, la aparición del autoservicio tal y como lo entendemos hoy en día es sólo cuestión de tiempo: el comprador va a coger directamente el producto que desee sin intervención de nadie más, excepto en el momento de pasar por la caja para pagar. A partir del autoservicio la evolución de los tipos de comercio es ya vertiginosa. A finales de los años 50 se inaugura el primer supermercado (que no es otra cosa que un autoservicio con más metros cuadrados y por lo tanto con más gama de productos y servicios) y en 1965, tiene lugar la apertura al público del primer hipermercado del mundo, dando comienzo a una carrera que no ha terminado todavía pero de la que conviene conocer su intensidad aunque solo sea a partir de estos datos: Hasta 1959, el 100 % del comercio estaba en manos de las tiendas tradicionales. En el año 2000 el comercio tradicional participa tan solo en un 17%en las ventas de alimentación.

La apertura de supermercados, grandes plazas y centros comerciales sigue produciéndose al mismo tiempo que la tienda tradicional va perdiendo peso por no decir que va desapareciendo. El intercambio comercial internacional se ha incrementado de manera vertiginosa, gracias al avance tecnológico en materia de transporte y comunicaciones, dos elementos de los más relevantes para el aumento comercial entre naciones, mismas que tejen sus relaciones de intercambio con determinado país o grupo de países, dentro del marco de una nueva visión y modo de relación llamado globalización, que no es otro casa que la interdependencia que entre países se ha configurado y donde sobresale el más capaz y preparado para el cambio y el intercambio.