Deberes fundamentales en la ética profesional

Si bien es cierto que «cuando no se distingue, se confunde«, también es cierto que a fuerza de mucho distinguir nos enredamos. Frecuentemente recordamos a nuestros alumnos que la distinción de las ideas no implica necesariamente división, parcelación o desintegración de una realidad.

La realidad se analiza y se va desmenuzando con el escalpelo de la inteligencia, que rotula y clasifica con ideas cada uno de sus descubrimientos, sin olvidarse de la unidad esencial de la realidad, y sin confundirla con la variedad de los puntos de vista subjetivos.

Así el deber, que es la norma reguladora de la libertad, es el máximo grado de necesidad con ella compatible; y consiste en la obligación impuesta al sujeto libre «de usar de su libertad de un modo determinado».

En el perímetro de la libertad humana podemos descubrir sectores llenos de reglas que no son suficientes para crear un deber. (Tales son las reglas gramaticales, artísticas o técnicas).
Pero dondequiera surge un deber, invariablemente le acompaña la nota moral; por cuanto todo, deber tiene carácter ético, obliga en conciencia, y su violación voluntaria implica responsabilidad.

El análisis de los deberes profesionales nos impone un estudio serio y sistemático de las actividades peculiares de todas y cada uno de las profesiones. Hablamos de «deberes generales» y «deberes impuestos por la conciencia», etc. Es lo que los clásicos entendían por deberes de estado, y posteriormente por deberes vocacionales. «El estado» o vocación es la modalidad particular de la vida de cualquier hombre; y «el deber» es el valor humano de toda actividad que responde a exigencias concretas del bien común.

Aunque evidentemente puede haber unos deberes más graves que otros, sería funesto y contra el Orden Moral el que una persona cotizara y tuviera en cuenta solamente los deberes graves, despreocupándose de los demás. Así ha surgido una mentalidad desdoblada y estrábica que se despreocupa de los deberes pudieran despojarse de su carácter de moralidad obligatoriedad y gravedad. Y así la sociedad soporta el absurdo gravamen de gentes y profesionistas, muy escrupulosos en sus deberes religiosos y familiares, capaces de comprender que el mismo Decálogo, que explícitamente legisla para la naturaleza humana, implícitamente, pero con la misma obligatoriedad moral, está legislando (en los últimos siete mandamientos) para todas las situaciones que provengan de esa misma naturaleza.

Es más, la profesión no solamente no constituye un área neutra para la conciencia; sino que, por el contrario, al paso que es capaz de potenciar y densificar los deberes comunes del hombre y del ciudadano (por sus mayores conocimientos e influencia), humanos, y de convertir en «preciso y exclusivo» el deber, y la responsabilidad de resolverlos. Frente a los grandes problemas humanos se alinean dos grandes grupos de salvamento: el de los técnicos y el de los intelectuales.

Hay quienes prefieren la distinción de teóricos y prácticos, que es evidentemente más precisa y genérica; o la otra de «los que piensan» y «los que realizan». No creemos ocioso puntualizar un poco las ideas, dándoles el relieve que se merecen.

A) Lejos de ser términos que se opongan, se completan mutuamente; dándole a la intervención profesional, en cualquier campo, la categoría indiscutible de la calidad y superioridad. Todo trabajo humano debe estar precedido más o menos explícitamente, en tiempo e intensidad, por el trabajo intelectual. Sólo que hay profesionistas con más aptitudes y aficiones para la actividad ejecutiva, material o burocrática, que para la otra actividad eminentemente creadora de la inteligencia.

B) Todo trabajo es un compromiso que grava la libertad con una dosis de deber proporcional al carácter de la actividad. En el trabajo manual, por ejemplo, y generalmente en todo trabajo ejecutivo, el compromiso es con la idea directriz que es menester ejecutar. (Burócrata es el que ejecuta su trabajo sin tener en cuenta nada más que la «directriz»; aunque no está escrito que no pueda ser capaz de cambiar ventajosamente las «directrices».)

En el trabajo intelectual, por el contrario, se amarra el compromiso directa o indirectamente, con el bien común; con su representante, que es el Poder Público, o con su beneficiario que es la Colectividad y cada uno de los ciudadanos, o con la propia realidad concreta del bien común, consiste en bienes y necesidades que se presentan al profesionista con la invariable modalidad de problemas para resolver.

Modesta, pero firmemente, sostenemos que un profesionista universitario no puede declinar este compromiso. La lucidez mental tan cotizada en los ambientes universitarios e intelectuales, si solamente abre los espíritus a las perspectivas utilitarias y retributivas del trabajo; si pierde la limpidez que hace del trabajo intelectual una virtud más humilde y difícil, por ser más heroica y menos popular, deja de ser instrumento de elevación y de cultura para convertirse en conspiración contra el bien común y descrédito de la Universidad.

Es evidente que no todos los profesionistas han de ser investigadores o pensadores consagrados a la revisión atenta y constante de los métodos científicos; pero jamás puede renunciar un profesionista universitario a que su trabajo tenga la nota relevante de la «competencia intelectual».

Los genios aparecen raramente, deslumbrando a la Humanidad con sus intuiciones, que son la visión intelectual de las verdades, sin el normal proceso del razonamiento. Pero los hombres normales, que conjugamos nuestras facultades en sus dimensiones naturales, tenemos que pensar y razonar para no vivir sumergidos en la intolerancia, el particularismo, la «acción directa» y las burdas contradicciones del habitante de la jungla. Si todo hombre es hombre en cuanto tiene el deber de pensar, ¿cómo puede fugarse de este deber un profesionista a quien la universidad ha dotado de principios para pensar correctamente en el Orden Moral y jurídico, en el Orden Social y político, y en el Orden técnico y científico?

Claro que pensar, y sobre todo pensar por expreso compromiso es dolor y es fatiga. Y es en el «trabajo profesional» en el que se está más sujeto que en cualquier otro, a la condena de la angustia y del esfuerzo. Pensar es traducir la experiencia (especialmente la que se tiene «por una clara intuición de las peripecias»), en palabras luminosas, purificadores y benéficas, usadas como adecuado instrumento de la razón, del entendimiento y de la paz; y nunca como instrumento práctico de impulsos individuales.

La competencia profesional

Las promociones y títulos universitarios clausuran, social y jurídicamente, la vida del estudiante como discípulo, y le someten oficialmente las exigencias del bien común. Es el momento en el cual la colectividad comienza a informarse acerca de su competencia. El primer deber del profesionista es el de la competencia. De ella hemos de advertir oportunamente tres cosas:

1) La misma etimología de la palabra competencia nos recuerda su significado primogenio, que no comportaba alguna idea de lucha, sino simplemente de colaboración: «cum-petere»; o sea, tender conjuntamente a algo. Si bien en el idioma latino evolucionó el sentido, de aptitud o conformidad, hasta el de suficiencia para una determinada actividad, nosotros vamos a enfatizar el mencionado sentido etimológico.

2) El gran público extraprofesional, tan exigente de la competencia de altos niveles, muy raramente llega a percibir la íntima conexión que tiene entre sí la competencia intelectual y la competencia moral del profesionista.

3) Ese mismo público desconoce las relaciones que pueda haber entre la competencia profesional y las condiciones físicas de un individuo. Es más, la mayoría de los profesionistas han de sonreír ingenuamente si se les habla con seriedad académica de una competencia física, que nunca ha entrado en el marco de sus reflexiones morales.

Por eso repetimos que competencia (de cum-petere), no puede limitarse a ser una dotación inerte de ciencia y moralidad; si no que debe significar en la conciencia de todo profesionista una colaboración dinámica y permanente de todo su ser, en toda su dimensión física y espiritual, con una tendencia conjunta hacia el bien común.

La competencia intelectual

La competencia intelectual es tanto como la posesión de la ciencia y la sabiduría. Pero como la posesión perfecta es imposible, de ahí la imperiosa necesidad de luchar permanentemente por acrecentar ese patrimonio del espíritu que, en tanto, se entrega a su conquista. El peligro para la edad madura consiste en acostumbrarse a manejar ese patrimonio universal con espíritu de presunción y excesivamente. El peligro para el joven, cuando logra los primeros contactos con la ciencia y la sabiduría, consiste en amilanarse o replegarse en sí mismo a impulsos de una autocompasión estéril o de un narcisismo ridículo.

Cuando hablamos de ciencia, nos referimos a las ciencias «positivas» o «naturales» que constituyen el elemento mayoritario y prevalente de la educación científica y tecnológica. Cuando hablamos de sabiduría entendemos, las otras formas del saber humano que son el elemento esencial de la educación humanística, y que no se basan sobre criterios estrictamente cuantitativos, ni sobre métodos formales o matemáticos. Tanto la educación científica y tecnológica, como la educación humanística deben poseer una dosis suficiente de valor informativo y formativo, si se quiere respetar las leyes de la naturaleza intelectual.

El valor formativo y humano de la ciencia debe tener un relieve particular en nuestras universidades modernas, por el hecho humano e histórico de ocupar un puesto peculiar en la vida individual y colectiva, que se ha acelerado y complicado gracias a la invasión imprevista de los descubrimientos científicos. Sería tan insensato negar este valor educativo a la ciencia, como reducir las humanidades a un árido estudio gramatical, en cuyo vacío verbalismo no hubiera lugar para la claridad de las ideas, el hábito crítico de la hipótesis, el amor a la naturaleza y el humilde reconocimiento de las humanas limitaciones.

Factores de la competencia intelectual. Opina Norberto Wiener que «la revolución industrial está destinada a devaluar la función del cerebro humano». Tal vez lo decía porque la aristocracia latifundista inglesa perdió su tradicional omnipotencia política ante el surgimiento de una nueva clase de técnicos y hombres de empresa que los substituyeron en su función de Clase-guía de la nación británica.

Pero la inteligencia humana jamás será devaluada, y mucho menos revelada de su función.

A) Hay factores externos de la competencia intelectual.

a) Considerada como formación, los factores externos de capital eficiencia son los maestros, los libros y los amigos que constituyen el ambiente universitario.

b) Considerada como formación, normalmente el factor externo de mayor importancia es el libro y la revista profesional o universitaria de seria solvencia científica o humanística. Poco o nada creemos en los Congresos tan generalizados en la actualidad.

B) Pero hay un solo protagonista de la competencia intelectual: la inteligencia. Para lograr un protagonista brillante se necesitan tres cosas: trabajo, esfuerzo y método.

1) TRABAJO. Porque naturalmente no se da ni la ciencia infunsa, ni la experiencia espontánea. ¡Por algo dicen los ingleses que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra!

No se puede perder el contacto con la realidad social, porque el mundo evoluciona vertiginosamente y se nos pierde de vista apenas interrumpimos la curiosidad científica o la vigilancia humanística.

2) ESFUERZO. Porque el trabajo intelectual, para ser coherente debe ser fundamentalmente estudio disciplinado y abnegado. Nadie aprende nada que valga la pena por el solo talento, si no surge el esfuerzo que realiza síntesis y crea métodos.

Y este esfuerzo tiene que ser sistemático y permanente. Para estudiar y darles a las ideas una fisonomía precisa y definitiva no hay más remedio que escribir, y escribir con seriedad; buscando tercamente su coincidencia con la verdad, con la total exclusión de cualquier otro objetivo y la más intransigente prescindencia de cualquier otra actitud.

3) METODO. Mencionamos dos puntos respecto a este tema: el orden y el recogimiento.

a) El orden. Es la exigencia del análisis y premisa de la síntesis. Se requiere orden en el estudio, lo mismo que en el trabajo profesional. Orden en la distribución del tiempo para la actividad, la comida y el descanso. Orden en las notas y fichas de estudio; con la convicción de que lo que no se anota y ordena, se dispersa y extravía. Y tiene suma importancia un equilibrio estable entre el orden de la inteligencia y el orden de la conciencia.
b) El recogimiento. Vivir con intensidad no es lo mismo que vivir vertiginosamente, con ritmo de Rock and Roll. La libertad espiritual indispensable para pensar, crear y vivir con plenitud de conciencia psicológica y moral sólo se logra cuando se llega a amar el recogimiento y el silencio. Como relieve metodológico, cuatro pequeñas advertencias:

1) No existe (a nuestro juicio) mejor manera de pensar que escribiendo.
2) Es tontería «machetearle» (trabajar intensamente) demasiado tiempo a una misma materia. Es una ley: «cuando la materia es más difícil, se necesitan más pausas». El error suele consistir en imaginarse que no se puede descansar si no es saliendo a tomar el aire a Chapultepec, o yendo a un concierto o a una partida de naipes.
3) Cuando la «actividad» es la fastidia (escribir, leer, pensar) bastará un simple cambio de actividad o de materia para un provechoso descanso.
4) No existe ningún método fácil para las cosas difíciles; y entre las cosas más difíciles ha estado y estará siempre el estudio y la cultura. Para terminar, mencionaremos algunas consecuencias que se desprenden de las anteriores consideraciones:

A) En la ley universal que nos obliga a todos indistintamente a «ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente», el profesionista contrae, como obligación esencial y primordial, la de trabajar con la inteligencia: el estudio.

B) La dignidad profesional obliga a buscar incansablemente el mejoramiento y perfección de los sistemas aprendidos en la universidad.

C) Es gravemente incompatible con la seriedad y jerarquía profesional el no desechar sistemas insuficientes e inefectivos, y sobre todo, defenderlos por pura pereza mental y rutina.

D) La dignidad de la profesión exige que un titulado universitario no se convierta en burócrata, trabajando rutinariamente para ganarse unos pesos; sino «como en cosa propia», mejorando eficiencia, servicios, productos y ganancias. Si una empresa gana más, lógicamente debe pagar más. Y si el bien común sale beneficiado, normalmente también saldrán beneficiados la hacienda y la buena reputación del profesionista. Humanamente a esto se le llama éxito profesional.

La competencia técnica

De hecho abarcamos bastante más de lo que reza el título; ya que la idoneidad intelectual de un profesionista comprende: a) el conocimiento teórico y sistemático de las ciencias respectivas, y b) la aplicación práctica de esos conocimientos del caso concreto. En el primer caso resulta lo que primariamente se llama ciencia; en el segundo, que tantas veces se resuelve en un verdadero arte, tenemos la experiencia.

La universidad y la sociedad juzgan que la ciencia es un prerrequisito indispensable en cualquier profesión. Es natural que la universidad trate de evitar la fría acumulación de conocimientos en sus alumnos, y tienda a crear en ellos un espíritu científico. Pero creemos sinceramente que no son sinónimos «vocación profesional» y «vocación científica».

La vocación profesional, si bien debe ejercerse con la más alta entonación científica, se dispersa constantemente por exigencias deontológicas, sociales y humanísticas; ya que el profesional sirve directamente al bien común y está en contacto inmediato con la realidad social.

La vocación científica, de hecho, segrega al profesionista del contacto inmediato con el fenómeno social y sólo indirectamente le relaciona con el bien común; dedicándolo a la observación experimental, paciente y serena de la naturaleza, o a la observación más paciente, serena y penosa de las Ciencias del Espíritu. Así tenemos lo que podríamos llamar, con las debidas reservas: «el científico puro» y «el intelectual puro». Es la vocación más difícil, por el compromiso moral que se contrae con la verdad y la humanidad, y por el peligro inminente y constante de confundir la Verdad y la Humanidad con los intereses personales y ficciones ególatras.

Competencia técnica, por lo tanto supone:

1) La suficiente idoneidad y preparación en las materias propias de la profesión, cualquiera que sea su índole; idoneidad y preparación que siempre se supone cualificada y juzgada por la universidad, en el juego normal de su autonomía.
2) El suficiente interés real y permanente del profesionista por las ciencias que especifican su profesión; que se traduce en estudio constante, y consciente de que el diploma oficial supone pero no confiere ninguna ciencia.

La competencia humanística

Como «minimum», entendemos la «formación humana» en la Educación universitaria. Es menester insistir en este humanismo profesional; sobre todo en las profesiones de carácter eminentemente técnico, para sustraer a nuestra juventud universitaria de las dimensiones y materiales de su capacidad técnica que los hace fósiles.

Aunque, a veces, esto es lo único que busca quien ingresa a la universidad por la puerta falsa del interés mercantil, la sociedad no puede renunciar ni prescindir de la intervención humana del profesionista universitario colocado providencialmente en una situación de privilegio: en la convergencia de los intereses de patrones y obreros, de exploradores y reivindicaciones, de ciencia e ignorancia, de opulencia e indigencia.

Si el profesionista es un atrofiado social y desaparece el hombre con sus problemas, de su perspectiva intelectual, la estructura social moderna se deslizará al caos revolucionario disolviéndose en la desesperación, o se abandonará al conformismo suicida que señala la hora de las dictaduras y de la decadencia nacional.

Sin una discreta competencia humanística queda desintegrada la tetralogía universitaria, cuyos elementos esenciales son 1. Técnico, 2. Deontológico, 3. Humanístico, y 4. Social. Bien decía Marañón que «la verdad, en sí, no sirve para nada si pertenece a un sabio sin trascendencia humana».

Y más concretamente, en relación con el humanismo tradicional, acaba de escribir Toedoro Haecher de los alemanes: «Con todo derecho y por puro instinto de conservación regresamos siempre a Roma y Atenas; porque más fácilmente que cualquier otro pueblo caemos en la barbarie más absurda y en el total salvajismo de las mismas virtudes naturales. La ciencia es una premisa necesaria de la cultura; pero no es la cultura. Para que la ciencia se transforme en cultura y sustraiga al profesionista del perpetuo infantilismo que hace hasta peligroso el manejo de sus propios instrumentos es necesario educarlo como hombre, dotándolo de una mínima Competencia Humanística.

Competencia humanística que, además del carácter deontológico y social, tenga también como finalidad hacer conocer otros campos del saber humano (saber histórico, saber filosófico), que no admiten propiamente el método experimental ni esquematización cuantitativa de la matemática pura.

Competencia que debería preparar la mente y el ánimo de los jóvenes para la experiencia estética, que es indudablemente esencial para el equilibrio cultural y espiritual. Y, dejando de lado los gustos y preferencias personales, no creemos que la Competencia Humanística esté necesariamente ligada al estudio de las lenguas muertas, ni se obtenga exclusivamente con el estudio del pensamiento Greco-Latino.

La competencia moral

La competencia moral en un profesionista no puede limitarse al orden de sus conocimientos; es indispensable que la inteligencia ponga en juego a la voluntad, para que la actividad profesional ofrezca todas las garantías que requieren el bien común y la dignidad profesional. La única garantía real que puede ofrecer, tanto la inteligencia como la voluntad profesional, es la virtud profesional.
Teniendo en cuenta el carácter eminentemente práctico de estas lecciones, advertimos:
A) Lo que interesa fundamentalmente es toda actitud moral es la «adhesión habitual al bien que ha llegado a convertirse en segunda naturaleza», de tal suerte que, en definitiva, un hombre no es moral ni virtuoso por ser casto, moderado o justo, sino por estar dominado por el bien en toda su amplitud subjetiva y objetiva.
B) El bien no tiene como realidad no como medida a m personalidad. El día que desconectáramos la conciencia de la verdad objetiva, no nos quedaría más que utilitarismo. Nos lanzaríamos a vivir «de la mejor manera» es la carrera de las ganancias y de los honores.
C) Así la eficiencia técnica, sin virtud, se convierte en un virus destructivo del fisiologismo social; ya que la técnica solamente es capaz de garantiza que no conspirará contra el bien común, si está administrada por la virtud.
D) La competencia Moral, aunque definitivamente implique la existencia de la virtud en el profesionista, se manifiesta por una doble sensibilidad:

  • En la vida especulativa: la espontánea y violenta repulsión hacia el siniestro primado de lo cuantitativo y estadístico, hacia el envilecimiento de las conciencias y perversión del gusto, y hacia la rutina y burocratización profesional.
  • En la vida social: La urgente necesidad de reivindicar entre las clases populares y humildes el prestigio de la profesión. Porque no se necesita una perspicacia extraordinaria para descubrir el hecho y el derecho de esas gentes.

El hecho es que no «han mejorado gran cosa de los avances de la técnica, ni ha mejorado sensiblemente en su pobre nivel de vida». El derecho es la desconfianza o el escepticismo, por no haber logrado saborear jamás los frutos de la misión tutelar y redentora de los profesionistas, ni de la teórica preocupación de los intelectuales.

La profesión es esencialmente relación y servicio; por lo que automáticamente se convierte en la «socialitas» latina, que podríamos traducir por sociedad, o por sociabilidad, si no estuviera tan desacreditada la palabreja.

La actividad profesional está constituida por actos que son esencialmente transitivos; esto es: que no pueden limitarse al individuo que los emite, sino que deben terminar en otro que los recibe. De aquí que las virtudes profesionales por excelencia, son también las virtudes sociales por excelencia: la justicia y la caridad.

A) La justicia. Dejando intacta la definición de Ulpiano (voluntad perpetua y constante de dar a cada uno lo suyo), y la triple división tradicional (conmutativa, distributiva y legal), subrayamos el aspecto social de esta última y advertimos:

1) Que hay varias virtudes que le son subyacentes o anexas: la piedad, la gratitud, veracidad, afabilidad, liberalidad, equidad, etcétera.

2) El deber de justicia se contrae desde el momento en que se recibe el título profesional, que así se convierte en un contrato entre el profesionista y el Poder Público, el profesionista y la universidad, el profesionista y la clientela.

3) La Justicia tiene carácter reduplicativo de Justicia Social en el profesionista universitario, precisamente por la universidad de la que provienen.

B) La caridad. Es la dinámica social en su más auténtico sentido. Mientras que la justicia promueve el orden, ligando o restituyendo cada cosa en su lugar y con su dueño, prácticamente está separando a las personas. Pero la caridad pone en circulación la generosidad de las almas, haciendo que las personas se enajenen a sí mismas en beneficio de los demás.

La justicia tiene que respetar los desniveles naturales, dejando a cada uno lo suyo. Cede todo, siempre que se trate de algo ajeno. La caridad sólo descansa, cuando se ha hecho todo lo posible por equilibrar los niveles humanos con la aportación de los propios bienes y de la propia persona.

La caridad obliga particularmente a los profesionistas:

1) Con sus colegas y superiores.
2) Con sus colaboradores. Especialmente para con aquellos que, por ser más eficientes, suelen pasar más desapercibidos
3) Con los pobres. Jamás dejarán de existir los pobres en el mundo, bajo la triple manifestación de pobreza intelectual, pobreza moral, y física. Es el sector humano en el cual un profesionista está más cerca de atropellar la justicia, cuando se descuida la caridad.

El secreto profesional y sus diferencias

El Secreto es una verdad conocida por una o pocas personas, pero que debe mantenerse oculta para los demás. Según las diversas causas que obligan a mantenerlo, se distinguen:

a) El secreto natural, que obliga por su propia naturaleza esto es: por tratarse de una verdad cuya revelación acarrea necesariamente daño o disgusto al prójimo.
b) El Secreto promiso, que obliga precisamente en virtud de la promesa formulada, aunque el interesado lo haya confiado independientemente de esa promesa.
c) El secreto pactado (conmiso), que obliga en virtud de la voluntad expresa de quien lo
confía y de un pacto o contrato con que se compromete a no revelarlo el que lo recibe. Cuando el pacto o contrato (explícito o implícito) procede del ejercicio de una profesión.

Todas las profesiones, especialmente las liberales o universitarias están gravemente sometidas al sigilo y a la discreción, porque comprometerían la estabilidad social y el bien común con revelaciones imprudentes. Y si la Medicina y el Derecho polarizaron temporáneamente al interés y la gravedad del secreto profesional, hoy la evolución social y la jerarquía de la educación universitaria lo exigen de cualquiera de sus profesionistas, no solamente como «criterio de convivencia» o «postulado de honor», sino, y principalmente, como «obligación jurídica» y «deber moral».

Quien ejerce una profesión se pone en contacto con personas, familias e instituciones. La razón de este contacto es la existencia de un problema o necesidad, y la confianza depositada en el profesionista que se consulta. Esta confianza permite al profesionista, aun sin requerirlo el carácter de su profesión y sin pretenderlo de ninguna manera, penetrar en la intimidad de los hogares, en los planes de sus clientes, en las reales condiciones materiales y espirituales que muchas veces revelan cosas desconocidas e insospechadas para todo el mundo.

La obligación general de guardar la discreción y el secreto resulta, en parte, de esta confianza. Y la confianza, por otro lado, nace en el cliente en relación directa con la personalidad y la conciencia del profesionista; confianza que es reduplicativa: en el especialista de la materia que se le confía y en el hombre, pero aumentando progresivamente más lo que conoce y aprovecha el hombre, en comparación con lo que conoce y aprovecha el especialista.

La legislación común permite (y aun promueve y presiona) la organización profesional para la tutela y defensa del honor, la dignidad, y la independencia de los profesionistas. Al refrendar los títulos universitarios, de hecho el Poder Público avala al profesionista, certificando oficialmente su competencia. De ahí que la severidad penal al declarar el reato de quien viola el secreto profesional, está llena de precauciones y limitaciones, que lo reducen al «estricto y preciso ejercicio de la profesión».

Además, para la configuración del reato se suele exigir que la revelación de secreto sea «sin justa causa», «con provecho propio o ajeno», y «siempre que se de ese hecho se derive algún daño o perjuicio para el cliente».

Es evidente, sobre todo al tenor de algunos códigos, que así resulta perfectamente con su «inocencia» desde el punto de vista penal. Como la ética no puede ser producto del cálculo ni de la conveniencia sino que surge resplandeciente en la integridad y sinceridad de la conciencia, es natural que sus obligaciones tengan un carácter apodíctico y absoluto.

La moral que simplifica las distinciones y las reduce al mínimo es la más sencilla y más digna, aunque no por ello resulte más fácil y practicable. La ética del secreto profesional tiene más ventajas para todos en la medida en que el profesionista desecha la preocupación jurídica y acepta la responsabilidad moral en toda su amplitud, como una prerrogativa universitaria y profesional.

A) En primer lugar, no restringe el secreto profesional a la actuación oficial del profesionista en funciones, que tiene derecho a que se le entregue el secreto como condición indispensable del servicio. (lo que constituye la materia estricta del tradicional secreto profesional, que se conoce por razón del ejercicio de la profesión).

B) Es evidente para una conciencia seria que, con ocasión de sus servicios se tiene oportunidad de conocer secretos naturales mucho más importantes y más celosamente custodiados que lo que se confían a título de consulta o actuación profesional.

C) La organización moderna de algunas instituciones (colegios, instituciones de carácter asistencial, seguros o beneficencias, que registran las más diversas informaciones en fichas personales) contienen frecuentemente revelaciones confidenciales exigidas u obtenidas hábilmente de la ingenuidad de personas humanas.

En la medida que esas informaciones se recaban arbitrariamente y sin justo motivo, tanto más grave es la obligación del sigilo profesional; no sólo en lo que atañe a su discreción personal, sino también en todo lo relacionado con la conservación y custodia de tales informes.

D) Cualquier secreto infundido por un profesionista que goza de la amistad o confianza del cliente se trueca en la materia más apta para la publicidad y el escándalo, puesto que automáticamente gravitan en contra del cliente la discreción, conocimientos y veracidad que se supone informa la conciencia profesional.

E) Siendo la revelación una aportación indebida de conocimientos secretos, todos los profesionistas que fungen como «inspectores» o «peritos» deben mantener el secreto más riguroso para con todo el público, ya que el secreto profesional sólo les autoriza la manifestación de la verdad a las personas o entidades que les encomendaron dichas funciones, teniendo buen cuidado de la justicia y de la caridad que jamás deben ser lesionadas.

F) Jamás debe olvidarse que especialmente es objeto de secreto profesional todo lo relacionado con las personas de los clientes y respectivos familiares. Aunque efectivamente eso no llegara a causarles mayor perjuicio, psicológicamente suele ser lo que produce mayor desagrado racional; aunque se trate de personas ya fallecidas, que nunca deben mencionarse.

G) Nunca será violación del secreto el manifestarlo a un colega o persona prudente, para pedir consejo; en el entendido que la persona consultada queda ligada (por lo menos) con la misma obligación de guardar el secreto que el consultante.

H) Por último, aunque la insignificancia de la materia, o la autorización del interesado permitan la divulgación del secreto, será norma invariable de todo profesionista «callar discreta y sistemáticamente» siguiendo la regla de ética profesional, que es más severa que el derecho, pero que tampoco expone a ningún error, como puede ocurrir con las normas jurídicas por su necesario esquematismo.

Deberes para ser un profesionista competente.

Solidaridad Profesional

Solidaridad es un término derivado del Derecho Romano, en el que la «obligación solidaria» (in solidum) indicaba una obligación con pluralidad de sujetos pero con identidad de objeto. Así, varios deudores o acreedores podían tener derecho a una misma prestación pero sobreentendiéndose que cada uno respondía por todos «in solidum».

Este sentido jurídico perdura aún en los códigos civiles modernos. El humanismo ha intentado hacer de la solidaridad la virtud fundamental de la vida moral, aun substituyéndola a la justicia y a la caridad. Entendemos por Solidaridad Profesional la comunidad de intereses entre quienes ejercen una misma profesión, y secundariamente entre todos los profesionistas universitarios.

Creemos que esta solidaridad tiene una gran importancia para el provenir de las profesiones y de la sociedad. En la sociedad moderna las agrupaciones profesionales ya se han convertido en órganos esenciales, que cada día se hacen más necesarios, exigiendo mayor autoridad y autonomía para el desarrollo del bien común. Pero la profesión, en tanto puede desempeñar la función orgánica que le ha asignado la civilización moderna, en cuanto los profesionistas tienen conciencia de que deben ser una institución disciplinada y organizada por el vínculo del deber y, sienten la responsabilidad de ese deber, hasta el punto de convertirlo en virtud.

No es difícil entrever en la actividad profesional todo un estilo de claridad, de serena seguridad, de cortés desenvoltura, de energía generosa, conciencia iluminada, voluntad eficiente y honesta libertad que debe cualificar y caracterizar el grupo constituido en organismo indispensable del bienestar colectivo.

Pero para que todas estas cualidad ejerzan su benéfica acción en el cuerpo social se requiere la unidad corporativa, que debe ser fruto de la organización profesional. Desde el punto de vista institucional, la solidaridad requiere de todos los miembros de una profesión esta unidad y organización, que es condición de eficiencia y bienestar colectivo. Esta solidaridad nace instintivamente entre las clases humildes; crece tanto más, cuanto es menor el relieve personal y la competencia, y disminuye en la medida en que crecen la competencia y el relieve. Para que esta solidaridad sea una realidad viva y operante en el cuerpo social, es indispensable que entre los profesionistas haya unión, mutua ayuda, estatuto jurídico, jerarquía de los bienes y servicios, responsabilidad y frutos. Para lo cual se necesita que exista en forma permanente:

a) La suficiente personería civil que consagre la derechos de poseer, adquirir, y actuar judicialmente ante los Tribunales en representación de los intereses profesionales, ya sean comunes de la profesión, ya sean de cada uno de sus miembros.

b) La posibilidad que tiene todos los sindicatos, de socorro mutuo, de retiro o jubilación, de subvencionar cooperativas, de organizar servicios de compras en común, de promover cursos profesionales de perfeccionamiento; siempre que tales iniciativas no se vicien con el fin mercantilista de «realizar ganancias».

c) La facilidad de cumplir con su misión social, que ya dijimos es orientadora, educadora, organizadora y constructora del porvenir. Reducir institucionalmente la solidaridad a las puras dimensiones de los interese económicos de la profesión, es vaciarla de su contenido social y ético, y comprometerla con todos los peligros que nacen de la misma naturaleza humana.

(Menéndez Aquiles, Etica Profesional, pp 128-130)

Surge aquí toda una problemática entrañable que, allende la claridad de ideas, exige la abnegación del ideal; y que además de la ciencia, postula la conciencia. Y es precisamente de un rector universitario la afirmación de que «el mundo actual está lleno de principios y de verdades indiscutibles, que se nos malogran y pudren por falta de amor». Sólo la solidaridad cultivada como virtud, puede asegurar:

a) La justicia. El crédito de la profesión e y el interés personal exigen que el profesionista se abstenga de dañar la reputación de los colegas con calumnias, manifestando sus defectos o errores, o rebajando sus méritos, aunque sea únicamente con dudas insidiosas.

b) La caridad. La solidaridad n o se reduce a no perjudicar a los demás. Comprende principalmente una actividad y un afecto propenso a evitar el mal y procurar el bien.

c) La cortesía. Hay una cortesía impuesta por la ley natural (el saludo, el respeto y caballerosidad que impone la diferencia de sexo entre colegas).

(Menéndez Aquiles, Etica Profesional, pp 130-131)

No es lo mismo ingresar en el mundo que ingresar en la vida. Cuando aparecemos sobre la Tierra somos incapaces de dirigirnos; y sólo lenta y progresivamente vamos alcanzando las auténticas dimensiones de la conciencia y de la libertad, y aún entonces, debemos reconocer la necesidad de ser conducidos, que subsiste en distintos grados y terrenos durante toda la vida.

Cuando el hombre comienza a hacerse responsable, tropieza con la dificultad de discernir con claridad la dosis de sumisión e independiente afirmación de sí mismo que debe normar sus decisiones frente al general conformismo o inercia impuesta por el medio social y la autoridad.

Pero en todas las almas, y particularmente en el alma de un verdadero universitario, queda siempre un margen de autonomía intangible e irreductible, por la cual todos somos responsables de nuestra obediencia y de nuestras rebeldías, por más que busquemos un sabio o una autoridad a quien transferir son reservas y con absoluta confianza nuestra decisión. Y la razón es que todos los hombres se pueden equivocar, y que ese sabio absoluto y esa autoridad no existen.

La palabra responsabilidad suele ser sinónimo de «conciencia» o de «imputabilidad». Sin embargo, la primera acepción es la auténtica; esto es: » la obligación de rendir cuenta de los propios actos», lo que comporta un deber.

La imputabilidad es la simple atribución de un acto a un sujeto determinado. De tal manera, podemos afirmar que la imputabilidad es la reacción social o jurídica ante el deber de conciencia, la imputabilidad es justa y razonable. Si no existe, la imputabilidad es improcedente.

Por eso la responsabilidad como imputabilidad de una acción puede ser definida como «la posibilidad de que uno puede ser declarado autor libre de esta acción y sus consecuencias, y que se le puede pedir cuenta».

La responsabilidad como deber, es la obligación de responder de los propios actos delante del tribunal competente. Cuando el tribunal es dios o la propia conciencia, tenemos la responsabilidad moral. Cuando el tribunal es el Poder Público tenemos la responsabilidad legal; que a su vez es civil o penal, según, se trate de responder de los actos comunes del ciudadano, o del daño inferido que requiere indemnización o pena por la violación de las leyes.

Para la verdadera responsabilidad y para la justa imputación de una acción mala se requiere:

a) Que al menos confusamente se haya previsto el efecto. (Así al que desconoce el vino, no se le puede imputar la embriaguez).
b) Que sea posible no poner la causa o, al menos, volverla ineficaz (verbigracia: cuando se tiene el hábito de maldecir, las pocas maldiciones que se escapan no son imputables).
c) Que se esté obligado a no poner la causa para evitar las malas consecuencias. Donde se cumplen estas condiciones, hay responsabilidad de conciencia, aunque casualmente no se siga el efecto.

Y ya sabemos que los factores que influencian el conocimiento y la libre voluntad, no los obstáculos que alteran los actos humanos y la responsabilidad; aunque a veces no sea fácil discernirlos ni juzgarlos. Tales son: la ignorancia, violencia, miedo, pasión, antecedente, hábito y enfermedades mentales. También suponemos que nuestros lectores saben distinguir entre los actos voluntarios perfectos e imperfectos, actuales y virtuales, directos e indirectos.

Responsabilidad profesional

La centramos en esa sanción interior de la conciencia, que inclusive puede estar en pugna con la exterior, social o jurídica. Así en las emergencias, por ejemplo, puede aparecer un conflicto entre las leyes. No hay que confundir el ser competente con científico o técnico, con el ser competente como personal-profesional; lo primero es una parte de lo segundo, y, a veces, esta parte sola, conduce a un «sabio distraído» (falto de realismo) o bien a un «sabio intratable» (trato rígido), o a «sabio no comunicativo», en el fondo sin gusto por conversar de su trabajo con otras personas.
Se han elegido tres deberes que ayudan a la competencia técnica: la afición a los temas objeto del trabajo, la flexibilidad y el realismo.

Esta unidad contiene los conceptos fundamentales sobre Etica Profesional, su importancia dentro de la sociedad, el sentido social y los elementos reguladores de la vida profesional, Además, describe los deberes fundamentales del profesionista. Los textos fueron tomados de: MENDEZ, Aquiles, Etica Profesional, Ed. Herreros Hnos., México 1972